Cuando se trata de empresas grandes y procesos de licitación de sumas considerables, el costo asumido por la empresa es proporcionalmente menor. Una empresa grande puede disponer que uno o dos empleados se dediquen a hacer diligencias para una licitación. Las microempresas no pueden darse ese lujo.
Esta realidad es palpable. Nosotros conocemos de microempresas que hacen un inmenso esfuerzo por ser proveedoras del Estado y se decepcionan cuando no ven resultados. Otras empresas empiezan bien (concursan y son adjudicados) pero a medida que van surgiendo problemas (retrasos en los pagos, problemas para gestionar documentos como certificaciones, etc.) surge la incomodidad y el deseo de abandonar todo negocio que implique entes públicos.
¿Por qué hacemos este comentario? Las autoridades tienen que ser conscientes de que cada vez que se crean trámites y nuevos controles que dificultan hacer negocios con el Estado, pues lo que se hace es encarecer los servicios que se ofrecen al Estado y dificultar acceso de empresas pequeñas a ser proveedores. Cumplir leyes y reglamentos siempre cuesta dinero y al final alguien tiene que pagar, en este caso quien paga es el Estado, porque los proveedores adjudicados transfieren sus costos al precio que venden. Quienes no son adjudicados tienen el incentivo de no volver a participar en ningún otro concurso ya que pueden pensar “no vale la pena dedicar tanto tiempo en participar en una licitación o proceso de compra, es demasiado el tiempo que hay que gastar”.
Ante esta situación nos queda decir que el Estado siempre debe procurar que participar en un proceso de compra pública sea los menos costoso posible, y eso se logra tomando en cuenta que el principal activo de una pyme es el tiempo. Como dice la frase: el tiempo es el único bien que no hay forma de recuperar.